Aixa Rava (Tierra del Fuego, 1982) es
profesora en Letras egresada de la UNCo (Neuquén), profesora de español como
lengua extranjera y correctora de textos. Colaboró como cronista y redactora
para Revista Kundra. Literatura Aleatoria
y el portal cultural Baires Digital. Tras
publicar en antologías y revistas, en 2014 editó su primer poemario, Barda (Buenos Aires Poetry). Actualmente
está preparando un libro de relatos y su segundo poemario, y escribe
regularmente en su blog hojasdemoradas.blogspot.com.ar.
El rastro
Me quedé
en esa llamada etapa de la niña
il
ritornello,
mirando el árbol
subiéndolo
reptándolo
uniéndolo al tiempo.
En el instante último encontré
el bucle infinito de los recuerdos
como un gusano que una y otra vez
pisa el rastro de sí mismo.
Así, toda la tarde
estuve después de que te fuiste.
Todo es esto
Seguía adelante pasada la primera
vuelta.
Non Stop. Embalada, corriendo
como cuando se está a gusto
y se sigue por diversión
porque viene bien y no querés que se
termine.
Entonces doblás, te acercas al borde,
le trazás un doble a la saliente,
cambias de rumbo como de zapatos.
Superas las cinco vueltas y no
no se termina.
Sólo por momentos, vuelve la recta,
atina a quedarse pero es
tan aburrida.
Hay poco espacio,
las curvas son grandes
se extienden
se pronuncian y consumen
más espacio.
Pero el camino es el que se elige
el experimento
la prueba constante.
El momento que se dilata como la
curva —sin error.
Tierra del
fuego
La luz rodea el verano en el
recuerdo,
aquí la sombra deambula con los
niños;
entre turberas y fiordos, los
glaciares
hacen que el hielo se vuelva un
enemigo.
En esta isla, la sangre se congela,
la piel se raja, la voz se hace
chillido;
y hasta las bestias, las plantas, los
caminos
creen que la nieve es ajena al
paraíso.
Y es que no hay cardos, sudor, no hay
regocijo
de tambos, de granjas ni de silos;
y si hay un sol, un día, una tarde,
se esconde junto al hierro sin aviso.
Jugar es cosa de adentro, no de plaza,
y a nadie se le antoja el infinito,
que está en el mar, en el nombre, en
la bahía,
en todo el viento, y también, en todo
el frío.
En un domingo de bosque y costa
espesa,
la libertad una rama de lenga
quiebra
con la ilusión de salir y no
encontrarse
con el blanco, el gris y la tristeza.
La isla para el niño es una cárcel
con gaviotas, nutrias y orcas
muertas,
un exilio, un castigo, una venganza,
que en el sur de estos pies dejó su
huella.
Riesgo
Andar no es fácil —pero desandar.
Volver la vista hacia lo que no está,
esperar que te digan que aun te
quieren
y llorar de nuevo y perder la paz.
Andar no es fácil —pero desandar.
Cerrar la puerta con la luz atrás,
no ver la costa y odiar el mar,
y sentir de nuevo tanta soledad.
Andar no es fácil —pero desandar.
Buscar los años que se vivieron,
regar las flores de los que fueron
y ansiar el vientre de nuevo.
Barda
No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil
bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de
la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo
de golf
—otra conquista
sobre tu parte dormida.
Me sentí libre en tus venas
—creo que también me sentí presa
y me fui antes de morderte más las
uñas,
un intento voraz
de escaparle a la locura.
En constante
retorno
Vuelvo a los
sueños eternos de los veranos,
al cálido
roce de las colchas rojas
sobre el piso
helado.
Vuelvo a
tomar la leche de las botellas,
a comer
masitas de latas negras.
Entre la
lluvia nadan unas memorias
y en una gota
cabe todo el universo,
en una gota
que me trago,
cuando cierro
los ojos y adormezco el pecho.
Las baldosas
bajo mis pies diminutos
son rojas
—mis zapatos, negros.
A veces no sé
si es cierto lo que veo,
las imágenes
se funden con los hechos.
Sólo sé que
vuelvo como un pájaro,
me extravío
en los silencios.
Vuelvo al
centro de la ausencia
y me
construyo con ecos.
La sexta
La niña junta los granos mientras
baja la escalera. Ha trepado el muro y, caminando por la cornisa, ha llegado al
techo. Techo, techo, techo, alcanza la esquina y ahora desciende hacia otro
patio. La vecina la mira desde la ventana, es la siesta y no tiene ganas de
gritarle que se vaya.
La niña sigue bajando, se arrodilla,
junta, guarda. Los granos se funden todos en sus bolsillos, marrón pardo y
atigrado que se mueve, que se estira, toma forma y se arrebata. Más granos y
más grande se torna el cuerpo, molesta en el bolsillo que es ahora una jaula;
se estira la niña y otro grano se esconde bajo una garra. Asombrada mira su
brazo, de niña a fiera se cambia. Se encoge sobre sí misma hasta alcanzar el
piso y camina, lenta, sensual, mortal sobre sus cuatro patas. La vecina
advierte el fenómeno. Se asusta. Quiere gritar y emite un gemido, quiere correr
y se queda inmóvil.
El tigre la mira desde el rellano, baja los
últimos peldaños y se acerca a la puerta. No ruge, no amenaza. Se inclina hacia
adelante y en una mueca, que es más de dolor que de asco, vomita un vestido
pequeño y cientos de granos de café, y se marcha.
Aixa, leí algunos de tus poemas, hermosisímos, mis felicitaciones y que sigan los exitos.una amiga de abu aidée-Simplemente ....Yo la Teto....
ResponderBorrarMuchas gracias, Teto, me alegra que te hayan gustado!! Beso grande y gracias por leer!
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