Ana Claudia Díaz
(Santa Teresita, 1983). Publicó Limbo
(Pájarosló Editora, 2010 - La One Hit Wonder Cartonera, 2012) y Conspiración de perlas que trasmigran
(Zindo & Gafuri, 2013); las plaquetas Vuelto
Vudú (Pájarosló, 2009), La ecología
de las poblaciones (Pájarosló, 2010) y Al
antojo de las anémonas (Color Pastel, 2011). Participó en las antologías Pájaros
en la frente
(Pajárosló, 2011), La Juntada (APOA,
2012), Canciones (Ediciones presente,
2013), Re-Invención (Proyecto
Madonna, 2013), Estaciones (La Parte
Maldita, 2013), Poesía Deliberada
(Textos Intrusos, 2013) y Poesía de hoy y
de siempre (Eloisa cartonera, 2014).
Fotografía
El lomo del caracol que te camina en
los pies
desde acá parece una flor.
La tierra se levanta entre surco y
surco
voy hasta vos, dejando mil huellas en
el camino
repleto de piñas, al costado
resplandor del vértigo que me produce
saberme cada vez más cerca.
La montaña se inclina hacia abajo
si mirás para arriba, hay un degradé
de colores
poblándolo todo justo ahora
y yo yendo hacia el precipicio
con diez antorchas en las manos
que no me dejan palpar ni agarrarme
de las ramas
en caso de que me suceda eso de caer.
El otro día vi nevar en el mar.
Vi la nieve, como en el cine
como si fueran cantos rodados en
pendiente
o como si la lluvia trajera desde el
cielo
quinientas ostras blancas que se
resbalan hasta acá.
En verano, el pasto está trazado en
hileras de arañas aladas
y ciempiés psicodélicos que desfilan
para las acacias.
Todo eso de lejos, solo parece
pedacitos de arcilla de colores
o los espejitos que traen esas
carteras hippies
que usan las niñas para ir a la
playa.
Pero ahora, la nubosidad que me
habita
solo me deja ver la sequía natural
como señal de cercanía a un pantano.
Plumerillos rojos en medio del andar.
Casi que llego. Pintaron todo el
mundo
con acuarelas azules, una gran esfera
blue.
Ya no puedo distinguir entonces
el agua del cemento o las baldosas de
las hojas
me mareo en la humedad que deja
charcos por todos lados
como si fueran esos arcos en las
entradas de los pueblos
que están ahí, firmes, para que
podamos divisar un abismo.
Te encuentro, cuando miro por el foco
amarillo
de mi calidoscopio.
En ese redondel, ahí estás subido a
un barquito
hecho de diario para flotar
compraste un montón de trompos
para generar olas en el suelo
que se vuelve un espiral.
En tus manos, globos con forma de pez
me simulan el paraíso que construiste,
y voy.
Detrás de las ventanas de los iglúes
hay miradas que nos observan
como el hocico que descubro de esa
vaca que se escondió.
En la intimidad se despinta
un pedacito de metal de una piedra
el
sol refleja ahí y nace luz.
Eco de mí en la lluvia
Me ahogo en la lluvia esta mañana
el reflejo seguro de mí en las
baldosas
insaciable, lo interviene todo
comulga con los espejos
distorsionados
y el brillo.
Levitando, los pájaros se refugian en
el nogal
los pétalos habitan solo el suelo hoy
escucho el murmullo
a lo lejos
la insistencia desdobla mi sensación
sensata de ausencia
instante de este tiempo
en que entiendo
la sonoridad de los pasos
sobre las hojas secas
y
el suceder.
Desnudo el árbol
Tartamudeo
previo al despertar del vuelo
mismo lugar
misma pertenencia.
En las gigantes fogatas
en el papel crepé color pera
que se desenvuelve del árbol.
Ovillo.
Casas de adobe donde parar
El cangrejo que vela con su armadura
mi destino
me deja ser una rosa montés que nace
intrépida en el trópico de la razón
se reviste en la luz sonrosada de la
aurora austral
infunde sobre nosotros el encuentro.
Comunión que va delante en el tiempo
y precede un paralelo al suelo de mi
imaginación
como amparo para guarecerse de las
inclemencias sin abrigo
del riesgo que se vierte íntegro, a
los puntos cardinales
para desatinar el desuso del corazón.
Tanto y tanto sonido superflúo solo
provoca curiosidad
para después volver a la concordia de
saber
que donde hay paz, todos cantamos a
la vez e imitamos
los acordes de un tero.
Ahí estamos, nosotros, como infantes
coros y ornamentas nos protegieron
del recelo insuperable
del alarde áspero que trae consigo
el carbón costero en las mañanas de
invierno.
Hay un descubierto cubierto
con manta de alpaca en mis hombros
una secuencia de adornos que hay que
arreglar.
Las semillas de la planta de al lado
el crisolito de los arbustos de lino
que lo embellece todo.
Y
nuestros rostros se secan al aire.
Niños vistiéndose
Color uva el paladar del mar
su playa teñida
la espuma de las olas dispersó
nuestras esporas por todos lados.
La bruma. Brizna.
Rompimos los hábitos de los perros de
la madrugada.
Frágiles esquirlas desprendidas de la
arena
construyeron mi alma esta vez.
Los tamariscos parecían mandrágoras
esmaltadas
o un pilar de agujas.
No sé. El velo. El roce previo.
Aprender a espiar desde dónde es que
cuelga la lluvia en invierno.
Mojado el cielo, en mi garganta la
arena raspa y raspa
para esconder todas esas idas y
venidas y vueltas
y ya no hablar más.
Fabricantes arrancaron del hueco las
espigas
y las varas que quedaban.
Dejaron solo calma, casi que estaba
por caérsele a los pies.
De pronto todo era un almacabra. Una
bóveda.
Éramos como niños. Habíamos estado
vistiéndonos.
Antes de que el océano largara
los cangrejos a las hierbas de las
dunas, a la raíz
con la luz violeta podía verse el
camino
sembrado con migas de nueces
me eché a andar de espaldas gregaria
de acá para allá
descubrí que en la aldea del tiempo
el viento baraja
una población de diez mil huellas
nuestras o más. Una manada.
Allá va lo que es lejos ¿Hay alguien
perdido para confesar
o prevenir la desventaja?
Aun no sé si se fue o si vino.
Hay que desfogar la ira y la demasía,
cuando se teme
llenarse de frutas
acomodar en la pared de arena el
papel tapiz
con la imagen del tren de fondo
cubrir el piso de flores
y ahí, somos como dos manchas que se
van con el limón
o con el sol de la mañana por un
cuenco de sal
que
es solo para irse.
de,
“Conspiración de perlas que trasmigran”, zindo & gafuri, 2013.
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