Jorge
Consiglio (Buenos Aires, 1962) es licenciado en
Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó tres novelas: El bien (2003, Premio Nuevos Narradores
de Editorial Opera Prima de España), Gramática
de la sombra (2007, Tercer Premio Municipal de Novela) y Pequeñas intenciones (2011, Segundo
Premio Nacional de Novela); los volúmenes de relatos: Marrakech (1999) y El otro
lado (2009), y cuatro libros de poesía. En la actualidad, colabora en el
Suplemento Cultura del diario Perfil
y en la revista de cultura ADN del
diario La Nación.
Lo invisible
El tema de la
invisibilidad tiene que ver con una cuestión de síntesis. Es algo así como el
grado cero de la ontología. Hay una verdad: ser visto (comportarse como
ingrediente del mundo) aporta sustancia al ser.
Entregarse a la mirada de los otros equivale a sumar puntos a la existencia o,
mejor, darle espesor, agregarle volumen. En otras palabras, ayudarla en su
formulación. De ahí, de ese lugar central que paradójicamente tiene que ver con
el abismo, se está al borde de dar nombre, de conceptualizar. La invisibilidad
suprime de un plumazo esa tarea colaborativa –ese contrato− que supone el acto
de mirar. El orden de lo visible –toda esa fabulosa alteridad que fija sus ojos
en lo real− se rige por un criterio transaccional; es decir, los ojos pagan por
la “camaradería”, en términos de Berger, que ofrecen los cuerpos. A cambio de
una mirada se entrega “entidad”.
***
Verano del 86.
Una familia argentina viaja a Brasil de vacaciones. Viven en Castelar y nunca
salieron del país. Después de mucha discusión, deciden que Río de Janeiro es el
lugar que me mejor se adapta a sus necesidades. Ellos son cuatro: dos hijos, la
madre y el padre. Consiguen un hotel frente al mar, en Copacabana. Los hijos están
en plena adolescencia, pero el varón es el más rebelde y exige una
independencia que, una vez obtenida, le resulta intolerable. El padre es
militar. Su apellido es Simón. Asistió a la escuela de Suboficiales del
Ejército “Sargento Cabral”. En lo que va de su carrera, lo destinaron a tres
lugares. Está muy conforme con el último. Siente que su esfuerzo está bien
recompensado: ocupa un espacio afín con sus aspiraciones. Tiene una idea
kantiana de la vida y procura inculcarla en su familia. Es común que cuente su
propia historia en las sobremesas. Una noche, los cuatros salen a caminar por
la costa. Ven fogatas que titilan en la playa. Se sienten intrigados. Preguntan
en el hotel y alguien –un mulato que trabaja de maletero− les cuenta sobre las
macumbas. Habla de sacrificio de gallinas, de fuegos rituales, de dioses
africanos. Les advierte sobre la importancia de no tocar la biyouterie –el mulato dice “oro”− que a veces queda entre los residuos de
las ceremonias. Explica que trae mala suerte. A los dos días, en la arena, el
hijo descubre una cadena. No la levanta. Le pide al padre que lo haga. El
militar la recoge y la guarda en un bolso. Enseguida olvida el hecho. Su
memoria lo suprime. Esa misma tarde, a él y a su hijo los atropella un auto al
cruzar una avenida. Las heridas no son de gravedad, pero los dos van a parar a
un hospital. El adolescente, que apenas sufrió traumatismos leves, sale de alta
a las pocas horas, pero el padre queda. Los médicos quieren estudiar su
evolución: golpearse la cabeza siempre implica riesgos. Esa misma noche, antes
de la dos, el militar se levanta de la cama. Tiene ganas orinar y decide buscar
un baño. Aunque resulte increíble, le cuesta encontrarlo. Se desplaza
rengueando, tiene un dolor fuerte en la pierna derecha. Toma por un pasillo interminable.
El lugar parece deshabitado, la escena tiene la vaguedad de los sueños. En un
recodo ve una puerta, la abre. Se topa con un vestuario. Alcanza a distinguir
un pantalón y una camisa colgados de una percha. Huele la ropa como si fuera
comida. Después se viste. Levanta un par de zapatos que encuentra debajo de un
armario. Se los calza cuando está de nuevo en el pasillo, bajo la luz de unos
tubos lejanísimos. Sale del hospital sin que nadie lo detenga. De hecho, le
hace un gesto –un saludo, un guiño− al
hombre de seguridad. En la calle, mira para todos lados. Remonta con paso
lentísimo la Rua Antonio do Quitungo. A pesar de la renguera, avanza. Mira fijo
hacia el frente. Un morro le cierra el cielo. Es una inmensa pared de roca. Sin
embargo, el militar argentino avanza. A su derecha, hay un templo. Encima de una
puerta alta colgaron un cartel. Dice Igreja Batista Nacional de Bras de Pina.
El argentino no lo lee. Está ocupado en su ruta. Lo único que tiene de suyo es
la incerteza. Hay quienes hacen de ella una convicción y la usan de manera
tangible, concreta. Lo cierto es que, hasta el momento, no se sabe si este
hombre que deambula en la noche por una ciudad desconocida, con un dolor en la
pierna que ya se vuelve intolerable, tiene o no esa voluntad, esa determinación.
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