martes, 24 de febrero de 2015

Silvio Mattoni

Silvio Mattoni (Córdoba, Argentina, 1969).  En poesía publicó, entre otros: El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008), La chica del volcán (2010), La canción de los héroes (2012), Avenida de Mayo (2012) y Peluquería masculina (2013). Los ensayos: Koré (2000), El cuenco de plata (2003), El presente (2008), Bataille. Una introducción (2011) y Camino de agua (2013). 









De La canción de los héroes 2012.

Filiación

Tengo un recuerdo, o una sensación
que se habrá repetido muchas veces
y que resurge apenas formulada cuando
me acuesto boca abajo: era muy chico
y creo que de noche aún tenía miedo
y hasta pánico antes de poder
entregarme al sueño. Me resistía, ¿quién sabe
lo que puede pasar mientras se duerme:
que llegue una banda y te golpee o peor aún
soñarla? Debía tener un sueño firme,
acerado, siempre alerta, y entonces
adoptaba la postura de vuelo de Astroboy,
el niño robot de un dibujo japonés,
que parecía un Pinocho combativo. Ahora
veo que aquel científico excéntrico, autor
del robot, cumplía el papel del viejo
carpintero. Y ambos son fantasías quizás
no de niños que quisieran ser hechos
de madera o metal, sino de padres
que alucinan su propia antropogénesis.
¿Acaso el metal promete durar más
que la carne y la piel? ¿No se oxida?
¿Y no se pudre finalmente la madera?
Lo que importa es el miedo, inevitable,
hijito, y ya se siente en tu breve semestre
de vida, cuando agarrás un dedo
de mi mano derecha con toda tu fuerza
prensil, y no aflojás el puño hasta sumirte
en un sopor profundo. Aunque nadie nunca
te vaya a dejar solo, no tenés
todavía palabras que te calmen. Te daría
el puño en alto y la pierna flexionada
apuntando al cielo, para que salves
lo que sea del mundo, pero no te olvidés
de la fragilidad, porque seré un anciano
o un tarro de cenizas protectoreas, un nombre
nada más, cuando vos empecés
a escribir con piecitos de varón
el baile de tu guerra y tu regreso a casa.

Heroísmo

Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo quisiéramos mirar
hacia atrás, hacia la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿cómo ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega: una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. “¡Andrómaca! –me dije–
no me dejés salir a la llanura.”
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido
al vacío que combina esto que hay
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.


Todas las dentistas son lindas

Mis dentistas son altas, lindas, alumnas
de otra que debió ser un estallido
de belleza juvenil y todavía
tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde
salió esta raza? ¿Es otro mundo?
De algún modo, nada menos que una clase
social reproduciéndose. Me torturan
con delicadeza infinita, dedos finos
envueltos en látex. En los momentos
de dolor más álgido, empiezo
a pensar cómo serán sus vidas y cómo
se acostumbra uno a sufrir en beneficio
de una meta diferida. Escucho
el kitsch musical que no perdona
a nadie. Especulo sobre la habilidad
manual de una profesión que acaso garantiza
un mínimo imaginario de nivel
en la escala onírica de la economía,
aunque sea tan servil, húmeda, monótona
como el trabajo del esclavo para que goce
otro. Y así de a poco en esas tardes
me adormezco y olvido los pinchazos.
No es valor, apenas una respuesta
a la agresión intermitente y prolongada.
Pero yo puedo entender o acordarme
de su cuerpo flaco con la mitad
de lo que pesa ahora, abrochado
a una camilla móvil en la máquina
que filmaría un líquido fosforescente
atravesando los canales de sus órganos
diminutos y tan sólo a dos meses
de arrancar. Puedo verlo todavía llorar
por la inyección del material radioactivo
y cansarse después, cerrar los ojos,
dormirse mientras el aparato del infierno
movía ejes mecánicos y prendía
dispositivos electrónicos. No precisaba
valentía: resignación al presente
por un bien que no está ahí. Yo sí,
y no la tenía, no la quería, pero igual
no se me escapó el grito. Laocoonte
habrá llorado cuando las serpientes
sombrías lo apretaban, aunque no
por sí mismo sino por sus hijos. Era
absurda la condena, sin sentido, casi
estúpidamente divina, y en el instante
en que el aullido enorme parecía
pronunciarse en sus labios, apretó
los dientes y decidió morir como una estatua.
Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos
de una tecnología cada vez más necia
y soñaba en su belleza inaccesible.
Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran
la existencia del mal. Se dedican
a su oficio y no imaginan los tristes
pensamientos del paciente. Despreocupadas
tararean canciones, hablan solas,
y como mi hijito, perfectamente
saludables, se ríen ante el más pequeño
de los gestos que algún otro les hace.



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